viernes, 12 de octubre de 2012

El blanco que nunca existió



“Debió sentirse como aquel hombre que salió de la caverna y deslumbrado, con el dolor en sus ojos, solo pudo contemplar luz, y pensó “la luz es la clave”. Y todas la cosas eran solo sombras, solo existe la luz y su reflejo.
Y quiso inmortalizar ese destello que aun hacia eco en su retina. Pero ya se había ido, ya nunca más sería. Sus trazos sobre el lienzo se hicieron mas rápidos espoleados por la fugacidad del momento, y el dibujo se desenfocó, las formas se tornaron color, y el color se volvió arquitectura. Y ya nada fue lo mismo.”
La luz fue la gran pasión de Sorolla a lo largo de sus obras. Es la gran protagonista en cada uno de sus cuadros, independientemente de su tema. Nace de cada una de sus pinceladas, yuxtapuestas y veloces, y le dan a su obra esa característica luminosidad.
Estudió minuciosamente su incidencia sobre los objetos, pero sobretodo en el agua. Le interesa especialmente como la refracciona y descompone. Cuando llega a Granada en 1908, se siente maravillado por la sierra y su manto de nieve, agua al fin y al cabo, y comienza a pintar el paso de la luz sobre ella.
 Me encuentro frente a una de sus obras, contemplándola a distancia. Y mi memoria reconoce lo que ven mis ojos, un paisaje mil veces repetido en mi recuerdo, la sierra, el bosque,  la nieve, ……Si preguntamos a cualquier persona de qué color es la nieve nos contestará que blanca, y sin embargo por mas que exploro de cerca el cuadro no consigo encontrar ese “color”. Me cruzo con rosáceos, grisáceos, azulados y violetas; y ni rastro del blanco.  De improviso me veo rodeada de manchas que viven unas sobre otras en un caos tremendo y ya no puedo reconocer ese bosque mil veces contemplado, esa montaña mil veces recorrida. No existe principio ni fin en el cuadro, todo se une y se mezcla. Y comprendo que es el resultado de pintar lo fugaz, lo intangible.  El cambio perpetuo de las cosas que nuestro cerebro no quiere reconocer, por que prefiere lo estable e inmutable,  por que se siente inseguro ante lo que no puede clasificar y ordenar. Nuestros ojos ven el paso del tiempo, nuestro cerebro nos engaña y nos dice que esa montaña es siempre la misma, que ese bosque es siempre igual. Pero esa no es la realidad, y los impresionistas lo sabían, Sorolla lo sabia. Por eso los pintores salen de su estudio y colocan su caballete fuera, en el exterior, emergen de la cueva para iluminarse, captarla esa luz y pintarla. Rompen con lo establecido, la pintura realista que se imponía desde el siglo XV, y alumbran una perspectiva del arte completamente diferente. Abonan el terreno de las vanguardias que están por venir. En España era especialmente difícil escapar de lo establecido, del academicismo, y Sorolla no fue una excepción, basta con contemplar sus primeras obras como “Y aun dicen que el pescado es caro”, para percatarse del peso del costumbrismo social en ellas.
Sin embargo las obras que contemplo están ya muy lejos de aquellas otras. Pertenecen ya a un Sorolla consagrado que se dedica a pintar lo que realmente quiere pintar, sin concesiones a nadie, solo consigo mismo. Es una exposición amplia, que nos han ordenado por temas: la tierra, el agua, el patio y el jardín. Pero todas con un común denominador: Granada y su luz. Una luz diferente a la que he visto en sus paisajes valencianos. Es más intima, más cálida. Silenciosa.
El agua, que ya fascinó a los árabes, y a la que dedicaron un palacio para que morara eternamente entre sus muros, es representada infinidad de veces. A veces clara y transparente, a veces estática y opaca, pero siempre coloreada. Un baile de miles de colores. Un espejo que da otra vuelta de tuerca más a la luz y nos devuelve la imagen de su reflejo transmutada.
Los muros de la Alhambra abrazan incontables patios y jardines, representados con una perspectiva fotográfica. Desenfocados, encuadrados en el lienzo como si fuesen una instantánea. Y es que fue la fotografía un elemento constante en la vida de Joaquín Sorolla, que incluso la utilizaba como otro recurso más de creación.
No hay duda que su paso por la Alhambra produjo en el pintor un profundo sentimiento, ya que luego quiso crear un pequeño patio a imagen y semejanza en su residencia de Madrid.
Yo he vuelto sobre mis pasos para contemplar de nuevo el primer cuadro. Apenas me separa unos centímetros de él. Retrocedo. Con el primer paso las manchas de color empiezan a agruparse; otro, aparecen los diferentes planos; otro más,  los contornos; sigo, la perspectiva;  ultimo paso, vuelvo a contemplar el paisaje: la sierra, el bosque, la nieve… pero esta vez hay algo mas que antes no vi, la luz también está, ahora soy consciente de ello. Etérea, fugaz, intangible, dinámica, pero eterna.

Exposición: Sorolla "Jardines de luz", Palacio Carlos V, Granada